Nota histórica culinaria
Recuerdos íntimos
Por: Juan Diego Echavarría
Recuerdo que dos días a la semana se hacían panes, cruasanes, mojicones y bizcochos. Esto lo hacía una señora Carmen que trabajaba en la casa de Ligia Moreno, prima de mi madre, quien también vivía en Prado y autorizaba a Carmen para ir a mi casa. La comida en la semana era muy variada: carnes, pescado, cerdo; los Domingos se hacían los frijoles que se cocinaban solo una vez por semana.
A mi parecer, los mercados eran mucho más abundantes y accesibles que hoy. Las sentadas en la mesa eran muy estrictas y ceremoniales, ya que teníamos que estar todos, nadie podía faltar y no se podía interrumpir por ningún motivo; se desconectaban los teléfonos y no se atendía la puerta, pues mi padre no dejaba. Había tres vajillas, la del diario, la de las visitas y la de las ocasiones especiales, que me gustaban muchísimo porque desde las horas de la mañana empezaba a prepararse todo, se limpiaban las copas, la plata se brillaba, se le ponía una extensión a la mesa y se preparaba la comida.
Generalmente se hacían los ñoquis, una pasta italiana que solo sabían hacer muy pocas personas, incluyendo Nana, hecha a base de harina y otros ingredientes que generalmente era acompañados con ensaladas y solomito muy tierno y al horno. Después se servía el postre, un rico flan de las tres leches cuyo sabor ya no se ve. También horneaban pollos, que luego se acompañaban con puré de papas y ensaladas; la lasaña también era muy apetecida.
Y, para terminar, quisiera cerrar con una anécdota familiar, pues en una ocasión, mi madre quiso invitar como despedida de la casa –la habíamos vendido recientemente- a unos tíos abuelos y a un par de amigas de estos para que cenaran con nosotros. Para la ocasión pedí que me dejaran hacer la comida y para ello compré una corvina, un pescado muy suave y delicioso.
Los invitados llegaron muy cumplidamente y ya sentados a manteles, este par de adultos mayores casi nos dejan sin nada pues repitieron varias veces, algo muy raro en ellos. El caso es que toda esa semana se la pasaron haciendo halagos y comentarios elogiosos sobre aquella corvina. Pero a los ocho días nos llamaron para contarnos una triste noticia: nuestro tío Oscar había muerto de un sincope. Desde ese momento bauticé a esa comida como la Corvina celestial, pues no se cansaron de hablar de ella.